Vuelo 14125: ¿Te Atreverías a Decir Sí a lo Inesperado?

viaje en avión

Era un día perfectamente ordinario para tomar un vuelo a Los Ángeles, lo cual, como todas las cosas ordinarias, estaba destinado a volverse extraordinario en cuanto el universo metiera su cuchara.

A bordo, el aire tenía esa fragancia indescriptible de café recalentado mezclado con el aroma de desesperación de los pasajeros que ya habían perdido la batalla con el espacio para las piernas. Mi asiento estaba estratégicamente ubicado en la sección económica, esa maravilla de la ingeniería diseñada para recordar a los humanos su lugar en la cadena alimenticia: justo por debajo del confort y ligeramente por encima del ganado.

Todo transcurría con una incómoda normalidad, hasta que apareció una azafata con una sonrisa deslumbrante y una expresión de reconocimiento que desafiaba todas las leyes de la probabilidad.
—¡Profesor! —dijo ella, como si acabara de ganar la lotería cósmica.
La miré fijamente, y mi cerebro, acostumbrado a recordar cosas inútiles como las micro expresiones según Ekman, falló miserablemente en identificarla.

Ella, sin embargo, me ahorró la vergüenza.
—Soy Liuxlei, fui su alumna en la maestría que impartió hace años.
Ah, claro, Liuxlei, cuyo nombre había confundido tantas veces con un trabalenguas durante las clases que era un milagro que aún me saludara con cariño.

Tras un intercambio de anécdotas rápidas y un resumen de su vida post-maestría, me lanzó una oferta sorprendente:
—Profesor, hay un asiento disponible en primera clase. ¿Gusta pasarse para allá?

Mi primera reacción fue rechazarla. Después de todo, ya me había acomodado en mi asiento, había conseguido que la persona a mi lado no hablara conmigo, y había ajustado el ángulo perfecto para leer un libro sin parecer grosero. Pero Liuxlei insistió, y cómo resistirse a una oferta tan generosa habría sido un insulto a la cortesía humana, terminé en primera clase.

Al acomodarme en mi nuevo asiento, observé al hombre a mi lado. Algo en su cara me resultaba familiar, pero no podía ubicarlo. En mi defensa, tras años de enseñar, todos los rostros tienden a difuminarse en una amalgama de caras ansiosas, bostezos y miradas perdidas al techo.
—Hola, buenos días —le dije, haciendo un intento educado por interactuar.

Él me respondió con un simple:
—Hi.

Esa voz. Esa entonación. De repente, mi cerebro encendió todas las alarmas como si hubiera detectado una anomalía en el tejido del espacio-tiempo. Lo miré de reojo, luego más directamente, y finalmente no pude resistir la tentación.

—Disculpe —le dije en mi mejor inglés de profesor, idioma que nunca he dominado al 100%, ¿por casualidad usted fue alumno mío?

El hombre, cuyo rostro era tan famoso que probablemente tenía su propio código postal, me miró fijamente. Hubo un momento de silencio incómodo, ese tipo de silencio que usualmente precede a grandes revelaciones o terribles errores sociales. Finalmente, sonrió con una mezcla de incredulidad y diversión.
—No, no creo que haya sido su alumno —respondió en un inglés impecable—. Pero si alguna vez enseñó cómo sobrevivir en una isla desierta, probablemente me hubiera servido mucho antes.

La revelación me golpeó como un tren en hora pico: era Tom Hanks. ¡Tom Hanks, el tipo que probablemente habría aprobado cualquier curso de actuación con honores!

Y entonces, antes de que pudiera pensar en algo más, Liuxlei apareció de nuevo, con una expresión entre apenada y risueña.
—Profesor, me temo que he cometido un error. Ese asiento estaba reservado para… bueno, el señor Hanks. Pero como usted ya está aquí, el señor Hanks ha sugerido que hagamos algo inusual.

Tom me miró, ahora con una sonrisa traviesa.
—¿Qué tal si intercambiamos lecciones? Yo le cuento cómo sobreviví a un naufragio, y usted me enseña cómo dar una buena clase a alumnos universitarios con celular integrado.

Así fue como pasé el resto del vuelo aprendiendo de Tom Hanks cómo improvisar herramientas con cocos, mientras le enseñaba a pronunciar correctamente “Liuxlei” sin parecer que estaba masticando chicle.

Cuando el avión aterrizó, me di cuenta de que, a veces, lo más extraordinario sucede cuando simplemente aceptas un cambio de asiento.

Cuando el avión aterrizó, no podía evitar pensar en cómo un simple “sí” había cambiado por completo el rumbo de mi vuelo. Todo empezó con un asiento, una azafata persistente y mi resistencia inicial a moverme de mi zona de confort (que, dicho sea de paso, era un asiento tan incómodo como los ataques de personas tóxicas en redes sociales).

Y ahí estaba yo, después de haber compartido risas y consejos con Tom Hanks, sintiéndome como si hubiera protagonizado mi propia película de aventuras en un avión.

La vida es curiosa: a veces las oportunidades llegan disfrazadas de algo trivial, como un cambio de asiento, una conversación inesperada, o incluso una invitación para tomar un curso que parece no tener relación con nada que estés haciendo. Pero, como aprendí en este vuelo, decir “sí” puede llevarte a cruzarte con personas increíbles, aprender cosas nuevas o, en mi caso, descubrir que Tom Hanks sabe hacer herramientas con cocos.

Así que la próxima vez que la vida toque a tu puerta con algo que parezca fuera de lo ordinario, recuerda: puede ser un cambio de asiento, o puede ser el inicio de algo mucho más grande. Decir “sí” no garantiza que termines charlando con una estrella de Hollywood, pero ¿quién sabe? Tal vez sí.

Al final, todo es cuestión de estar dispuesto a levantarse del asiento (literal y figuradamente) y darle una oportunidad a la sorpresa. Después de todo, si Tom Hanks puede sobrevivir en una isla desierta, ¿Qué tan difícil puede ser aceptar un cambio?

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